25.11.16

La derrota narrativa del antidopaje



La derrota más irrecuperable del antidopaje no tiene que ver con los laboratorios, ni con los traficantes, sino con el relato. Se trata de un fracaso narrativo. La última campeona olímpica española la contaron los periódicos este martes en los rincones más remotos de sus secciones de Deportes. Uno de los principales le dedicó una fotonoticia en la parte baja de una página. Una fotonoticia es lo que parece: la noticia es la foto, y no hay mucho más que contar, cuatro o cinco líneas. Pero en casos como el del martes, cuando la imagen de la que se dispone es antigua, ya vista y poco llamativa, la fotonoticia es una manera sencilla de cumplir un trámite, es decir, ocupar un espacio no demasiado pequeño, pero con algo que tampoco es como para ponerse a escribir.

Otro de los diarios le dedicó unas cuantas líneas más, que colocó al final de la sección, alrededor de un tipo de anuncio conocido como robapáginas. El nombre también dice mucho de lo que le queda a la página después de ser robada. Yo seguramente habría hecho algo parecido con esa historia. He ahí la gran derrota del antidopaje.

La última campeona olímpica española es Lidia Valentín, que en los Juegos de Londres de 2012 no subió al podio porque hubo tres mujeres que levantaron más peso. En varios momentos de aquel día se colocó en posición de llevarse una medalla. Al final muchos nos quedamos pensando que había estado a punto. Es posible que ella lo haya pensado unas cuantas veces más que nosotros. Se le escapó. Hasta que más de cuatro años después de la decepción, el COI descongeló muestras de las tres halteras que sí se fotografiaron en aquel podio y encontró restos de anabolizantes. No debieron haber subido al podio. No debieron haber sentido alegría. No debieron haber provocado frustración en otras.

El COI les ha pedido que devuelvan las medallas y en algún momento Lidia Valentín recibirá una de oro, quizá entre los paquetes navideños de Amazon.

Se dirá que han ganado los buenos. Y se dirá con razón. Sin embargo, esos buenos no terminan de conseguir dar la impresión de estar ganando desde sus fotonoticias y sus robapáginas. No del mismo modo que Joel González, por ejemplo, que regresó de Londres con su oro de taekwondo, después de decenas de fotos y reconstrucciones de su vida ordenadas para que todo confluyera en aquellas patadas y aquella gloria. Eso no lo repara el COI revisando los congeladores. Aún no lo repara nadie.

En 2006, Floyd Landis se llevó el Tour de Francia dejando a su paso un reguero de testosterona de una profusión sólo compatible con haberse caído de niño en la marmita. Aunque aquello no se vio enseguida. A Landis le dieron los ositos, lo subieron al podio de los Campos Elíseos, le hicieron las fotos y le tocaron el himno. Unos días días después, alguien resbaló sobre el rastro de testosterona y comenzó un proceso que terminó por retirarle el Tour para entregárselo a Óscar Pereiro. Landis recordará todavía los arrebatos que lo llevaron a la victoria. Incluso Pereiro lo recordará. Lo que no podrá relatar es el instante decisivo, el momento en que supo que Landis ya no podría alcanzarle. Porque no sucedió. Ese rato de plenitud es un rato fantasma, como un brazo que cosquillea después de amputado. 

Meses después a Pereiro lo citaron en una oficina, donde se presentó con el traje de firmar la hipoteca. Le calzaron el maillot amarillo, lo subieron a un podio delante de un cuadro, y eso le libró de que acabara acercándosele alguien a pedirle una compulsa. El nuevo héroe era un centauro triste: mitad ciclista, mitad pasante de abogado. La escena era como de sucursal bancaria minutos antes de las tres de la tarde. Carlos Sastre, que había pasado del cuarto al tercer puesto con la reparación, ni siquiera se presentó a subirse al podio. Ahí estaba la victoria de los buenos. Una alegría semi clandestina. Prudhomme, el director del Tour, pareció aliviado: “Ha sido muy largo para todos, pero ha llegado el final de la película”.

Después de publicar 'Patria' al final de este verano, Fernando Aramburu contó en casi todas las entrevistas que la había escrito, entre otras razones, porque aún ve pendiente una derrota literaria de ETA: “Hay derrotas pendientes; por ejemplo, la que tal vez sea la más importante, la del relato”, le dijo a Iker Seisdedos en Babelia. Y también: “De qué sirve hablar de la derrota de ETA si luego predomina un relato que glorifica a la organización”. 

El relato de los laboratorios del COI, o de la AMA, no provoca efecto alguno en lo que se vio suceder: Landis resucitado, tres mujeres forzudas en Londres. La distancia que aún lo separa de la victoria es similar a la que hay entre la fotografía de Lance Armstrong tumbado en un sofá contemplando siete maillots amarillos colgados en la pared (después de que le retiraran los Tours por dopaje), y esa imagen de Pereiro, no se sabe si a medio vestir o a medio desvestir.

Con el oro olímpico de Lidia Valentín han ganado los buenos. Seguro. Pero de momento los buenos son sobre todo unos tipos con bata de un laboratorio de Colonia que han resuelto un enigma. Esta vez el acertijo consistía en encontrar un rastro invisible, pero también podría haber sido convencer a una rata de que atravesara un laberinto. Otra tarde quizá lo sea.

Salvo en el anaquel de los anuarios estadísticos, la exitosa lucha antidopaje no deja de fracasar. No tiene (no se lo hemos encontrado) más relato que una medalla que entrega un mensajero. Y se desvanece apoyado sobre un robapáginas.

5.10.15

Cristiano, pasión underground

Hay algo conmovedor en el homenaje real a Cristiano el viernes por un récord falso. Un inesperado rapto de pasión. Innecesario, en realidad, y precisamente por eso, hermoso. Un arrebato casi adolescente. Porque la diferencia entre lo real y lo celebrado era sólo un gol, que hubo que ir a extraer de la espalda de Pepe, donde lo habían dejado alojado en 2011 el acta de Mateu Lahoz y el propio Cristiano: «Para algunos son 41, para otros 40... Le regalo uno a Pepe», concedió después del último partido de Liga. Ya había acumulado suficientes para superar los 38 del récord de Hugo Sánchez. Esa tarde no lo necesitaba.

Aquella libre directo de meses atrás en Anoeta, que Pepe desvió lejos del alcance de Bravo, se quedó incrustado en la chepa del central. Hasta que, con los 323 goles de Raúl a mano, la vieja esquirla, inadvertida durante años bajo la montaña de goles, ha vuelto a asomar como una protuberancia evidente. El miércoles era la diferencia entre que Cristiano hubiera superado a Raúl allí en Malmö, en la semiclandestinidad de un partido que apenas pudo verse en España; o que hubiera sucedido cualquier otro día. Por ejemplo, este domingo, en la fogata emocional del Calderón. El Madrid eligió Suecia, y en esa prisa, en ese desafío a los registros y sus copias por triplicado, se intuyen las brasas de una pasión, un gesto exagerado. El Madrid contra la realidad, desconfiado de la versión oficial (el Real Madrid). Por una minucia. Hay ahí un aleteo de pasión underground, una grieta contracultural. Florentino con piercing y tatuaje en el hombro. ¿Qué más podría entregarle el club a Cristiano? El viernes dejó demostrado su poder sobre lo real. El Madrid no celebra empates (aunque a Benítez le dieron 50 pesetas por una igualada en su primer derbi); así que Cristiano besa la bota-trofeo en el palco y aquello ya no es un empate, ni un récord falso, sino una fascículo más de la historia.

De él quedarán las fotos y los malabarismos de la prensa contando que el Madrid celebra con toda seriedad algo que no ha sido. En eso radica el poder: en obligar al relato. Quedará todo eso, sí, y la cicatriz de la espalda de Pepe, rastro de la grieta forzada en la realidad.

11.9.15

Pita España

La marcha de la selección a Alicante, con Del Bosque cargando en brazos a Piqué, se da un aire a primera etapa de una fuga en la que España escapa de su propia crueldad rumbo a la Dinamarca de Rosa Díez. Ella huía de la indiferencia, igualmente cruel, y localizó allí su caladero natural, que tiene sin embargo el inconveniente de que no podrá votarla nunca. Villar olisqueó una emboscada de silbidos amontonándose ya a las puertas del Bernabéu y decretó el principio del éxodo. Lo que empieza en Alicante es un viaje incierto.

Al Rico Pérez llegará la selección con el eco de los pitos de León y Oviedo como estela. Piqué jugaba con la camiseta de España y unos cuantos españoles pasaron el rato silbándole cada vez que tocaba el balón. Según ha dicho, a él los pitos no le inquietaron. A mí me agitaron hasta impedirme dejar de mirar los partidos. Me ponía en el lugar de los silbadores: ¿qué hacer si marcaba Piqué? En cada despeje suyo veía el germen de un gol, y esa pequeña intriga me mantuvo ante la tele, como la inminencia del siguiente cadáver en Juego de tronos. Pero nada. Aunque seguramente lo habrían celebrado. Y luego seguirían silbando con naturalidad absoluta. Esa convivencia entre la maldición de lo propio y la celebración de lo maldito contiene una destilación de españolía. De ahí lo incierto de la huida a Alicante, donde previsiblemente se encontrará España con españoles. ¿Después qué? ¿Y si pitan a otro? O la final de la Copa del Rey, que también organiza la federación. ¿Y si vuelven a coincidir el Barcelona y el Athletic? ¿Cómo esconder a España de todos los españoles que quieren pitar algo español?

Este éxodo de Villar en busca de un lugar en el mundo conduce al vacío. Una España sin españoles. Dinamarca, tal vez.

20.8.15

Escritores y pájaros

"En su autobiografía, narra el crítico alemán Marcel Reich-Ranicki la entrevista que mantuvo con Anna Seghers, autora de La séptima cruz, una novela para él —y para tanta gente, entre la que me incluyo— admirable. Reich-Ranicki describe su desconcierto cuando, a medida que transcurría el encuentro con la novelista, fue dándose cuenta de que "aquella persona modesta y simpática que en ese momento parloteaba pausadamente sobre sus personajes con la pronunciación abierta del dialecto de Maguncia, aquella mujer digna y amable, no había entendido en absoluto la novela La séptima cruz. No tenía ni idea del refinamiento de los medios artísticos empleados en ella, del virtuosismo de la composición". Se acuerda Reich-Ranicki de los cientos de miles de personas que han leído y —textualmente— "comprendido correctamente" la novela; de los numerosos críticos que la han —de nuevo son sus palabras— "interpretado de manera apropiada, con inteligencia y sagacidad", para llegar a la conclusión de que "la mayoría de los escritores no entiende de literatura más de lo que las aves entienden de ornitología"".

(Por cuenta propia; leer y escribir, Rafael Chirbes)

6.7.15

Libro al agua

La otra tarde estaba terminando “Hambre de realidad”, de David Shields, sin saber aún bien qué pensar de él, cuando se acercó Claudia. “¿Puedo leer un poco?”. Claudia acaba de cumplir 6 años y todavía recorre las palabras con lentitud y cuidado, como si palpara un relieve. “Mi única manera posible de vivir, literariamente, es cavar mi propio espacio en los intersticios de la ficción y la no ficción”. Mientras se iba tropezando en “intersticios” y en “ficción”, yo pensaba cómo le iba a explicar qué quería decir aquello. O por qué creía que merecía la pena estar leyéndolo. Esto último no sabía entonces siquiera explicármelo a mí mismo. Mientras me preparaba para sus preguntas, la ayudé a salir del bache de “intersticios” y a descifrar la doble c de “ficción”. Terminó el fragmento 521, me sonrió y se echó al agua. El libro ya le había dado suficiente.

Poco después terminé las páginas que me quedaban, sin poder aún explicarme ni explicar el interés —fascinación a ratos— que había encontrado en aquel bombardeo-collage de ideas sobre la escritura, la ficción, la no ficción, la memoria, la autoría, el plagio, el sampler intelectual. No puedo desmenuzar las razones, pero sí señalar algunos fragmentos en los que he dejado marcas, además de los intersticios del 521.

Está, por ejemplo, el 183: “Los carpinteros restauran casas antiguas respetando el periodo arquitectónico en que fueron diseñadas, sin conocer el color original de las paredes. Si restaurar una casa es como escribir un relato de no ficción, y si elegir la pintura de la pared es como imaginar un momento de una historia amplia, ¿no deberíamos reconocer que la casa y sus paredes nunca fueron de un único modo? En una pared, a veces se caía el empapelado, a veces se colgaban cuadros, a veces los niños escribían sus nombres, a veces se posaban moscas, a veces se juntaba polvo, a veces daba el sol, a veces brillaban huellas dactilares. La historia perdida que el carpintero procura restaurar no es una historia única, sino un conjunto de relatos posibles, con distintas perspectivas desde distintos personajes, contadas en diferentes momentos por diferentes motivos. El escritor de no ficción que se empeña en revivir un escena perdida agrega una historia a la colección de historias que han existido hasta ese momento”.

O el 192: “La línea que separa los hechos de la ficción es más borrosa de lo que se suele admitir. El sentido común da por supuesto que, mientras que el novelista realiza una labor de imaginación creativa, el periodista debe contar lo que en verdad ocurrió, tal como ocurrió. Esa distinción es fácil de expresar pero difícil de sostener con rigor. Porque la imaginación y la memoria son gemelas siamesas, y no se las puede separar de un corte. Hay razones de peso para afirmar que cualquier versión narrativa es una forma de ficción. Desde el momento en que se ordena el mundo con palabras, se modifica la naturaleza del mundo”.

Al terminar el libro yo también me eché al agua.

27.2.15

Esperar



En los primeros minutos de Amazonas, el camino de la cocaína, un tipo que se hace llamar Caín se esfuerza en orinar sobre una extensa cama de hojas de coca. Antes ha estado caminando un buen rato sobre ellas, con la cadencia testaruda de quien se ha empeñado en recorrer una sala de espera pese a la certeza de que no irá a ninguna parte. Calzado con botas de agua camina los primeros pasos del proceso de producción de la cocaína en algún lugar de la selva en el valle peruano del Vrae. Su receta contempla que después del paseo debe orinar sobre las hojas. Se ve que aporta a la droga un toque fundamental. Pero no le sale. Con él está también David Beriain. Poco antes le hemos visto trepar en furgoneta hasta casi 3.000 metros de altitud por una pista derretida en barro. El trayecto lo retrasa un derrumbe, cae la noche y se libra de un asalto por unos minutos. Ha ido a contar el comienzo del trayecto de la cocaína, pero a Caín no le llegan las ganas de mear.

Finalmente se encarga de eso un ayudante y Beriain puede avanzar. La película tiene disparos, sí; explosiones, cocineros enmascarados, pilotos de avioneta, laboratorios en llamas. Todo el paquete de un negocio clandestino multimillonario. Resulta un intenso viaje a un mundo inaccesible. Cualquiera de sus secuencias basta para sentir con cierto vértigo la distancia a la que el relato lo lleva a uno: de la butaca del Palafox a un asiento frente a Gato, un sicario que asegura haber matado a quince o dieciséis personas. Pero después de todo esto, aún queda senda un poco más allá. “¿Quién es a quien más quieres?”, le pregunta Beriain. Habla de sus padres, que no saben a qué se dedica, que prefiera que no sepan. Entonces se detiene. Quiere preguntar él. Quiere saber si hay un modo de regresar a su vida de antes de empezar a matar.

De cuando en cuando, como hace Beriain, el periodismo recorre ese último tramo que va de contemplar explosiones a palpar los límites de la vida. No es suficiente con estar; hay que esperar. A que un asesino haga una pregunta, a que otro llore, o a que alguien mee sobre un montón de hojas de coca.

12.1.15

Escribir, según Knausgård

"Cuando se sabe demasiado poco es como si ese poco no existiese. Pero también cuando se saben demasiadas cosas es como si estas cosas no existiesen. Escribir es sacar de las sombras lo que sabemos. De eso trata escribir. No de lo que ocurre allí, no de qué clase de actos se realizan allí, sino del allí en sí. Allí, ése es el lugar y la meta de la acción de escribir. ¿Pero cómo llegar hasta ese punto?".

·

"Llevaba varios años intentando escribir sobre mi padre, aunque sin lograrlo, seguramente porque ese tema se encontraba demasiado cerca de mi vida, y por eso no se dejaba introducir de una forma distinta, lo que es en sí la condición de la literatura. Es su única ley; todo tiene que someterse a la forma. Si alguno de los demás elementos de la literatura, como el estilo, la intriga, la temática, son más fuertes que la forma, o someten a la forma, el resultado será flojo. Por esa razón los escritores con un estilo fuerte escriben a menudo libros flojos. También por esa razón los escritores con una temática fuerte escriben tan a menudo libros flojos. La fuerza de la temática y del estilo ha de ser abatida antes de que pueda surgir la literatura. Es esa desintegración lo que llamamos “escribir”. Escribir trata más de destruir que de crear".

(La muerte del padre, Karl Ove Knausgård)

27.11.14

El chicle de Cercas


Después de avanzar unas cuantas páginas en El impostor, de Javier Cercas, he dado con un fragmento que encierra todo lo que creo que le pasa al libro:
Pienso en eso y pienso en el momento en que, como si estuviera a punto de quitarle la última piel de cebolla a la biografía heroica de Marco, la postrera capa de ficción adherida a su personaje inventado, le expliqué, también en la galería de su casa, que no creía que hubiera viajado a Mallorca con su tío Anastasio, y le pedí que confesase la verdad. Marco estaba sentado frente a mí, con los codos clavados sobre la mesa y las manos entrelazadas; ahora que lo recuerdo, quizás esto ocurrió el mismo día en que reconoció por fin que no había vuelto herido del frente, quizá justo después de que lo reconociera. El caso es que, al oír mis palabras, Marco se cogió la cabeza con las manos en un gesto que, aunque melodramático, no me pareció melodramático; luego imploró: “Por favor, déjame algo”.
Le dejo eso. 
Si hay un rasgo que atraviesa el texto de Cercas es ese permanente manoseo de la historia, ese masticar cada bocado hasta que uno termina olvidando el bocado y ve solo una boca enorme repleta de dientes. Cercas es como el espectador pesado que no deja de apostillar a lo largo de toda la película (¿Ves? Ahora le pilla). Demuestra una asombrosa falta de confianza en la historia que cuenta. Como si no pudiese defenderse sola.

Vayamos al final: "Al oír mis palabras, Marco se cogió la cabeza con las manos en un gesto que, aunque melodramático, no me pareció melodramático". No queda claro si confía menos en el gesto de Marco o en sí mismo como narrador. Mientras duda, sucede ese momento extraordinario: "Por favor, déjame algo". Pero Cercas ve necesario apostillar: "Le dejo eso". Y ni eso nos deja.

18.11.14

Juanita Cruz y los rescates


Haber casi olvidado a Juanita Cruz me provoca un desasosiego intermitente por otros a los que he olvidado del todo. También un poco por mí mismo. A ella la recordé hace unos días, cuando me cayó encima una de esas reprimendas que se derraman desde un “con la que está cayendo…”. Me la había cruzado unas semanas antes mientras andaba buscando a Lángara entre los documentos del Gobierno de la II República en el exilio, que se conservan en la Fundación Universitaria Española. Entre los asuntos de los que se había ocupado la embajada en México en 1938 apareció una carpeta con el epígrafe “Cruz, Juanita - Dificultades para que pueda ejercer su profesión (torera)”.


Dentro se guarda, entre otras, una carta del encargado de Negocios de la legación, José Loredo Aparicio, a algún secretario del Gobierno mexicano datada el 20 de julio de 1938. Dos días antes, en el segundo aniversario del comienzo de la guerra civil, el presidente de la República, Manuel Azaña, había pronunciado su discurso “Paz, piedad y perdón”, y los efectivos que le quedaban se preparaban para la ofensiva del Ebro. Al otro lado del Atlántico las fuerzas republicanas se ocupaban de la primera torera de la historia de España, entonces experimentada novillera. El encargado Loredo Aparició escribía en esa carta: “Tengo el honor de recomendar a Vuestra Excelencia a la Srita. Juanita Cruz, artista dedicada al toreo, que encuentra algunas dificultades para realizar su trabajo en las plazas de toros de México, con el ruego de que, si ello es posible, vea Vuestra Excelencia el modo de solventar tales dificultades, lo que personalmente y en nombre de mi Gobierno estimaría como una prueba de estimación y aprecio hacia mis compatriotas”. Pensé en sus compatriotas y Juanita se me quedó en la carpeta de fotos del iPhone.

Hasta la reprimenda. Entonces escribí su nombre en Google. El 18 de septiembre de 1938, apenas dos meses después de la carta de la embajada, Juanita Cruz hizo el paseíllo en la capital de México. De manera un tanto absurda sentí que al dar con aquello la había rescatado un poco después de haberla casi olvidado. Como si resultara insuficiente que aquello le hubiera sucedido si no se contaba de vez en cuando. Aunque seguramente es uno mismo quien se rescata de algún agujero al contar algo. En cualquier caso, hay más para leer de Juanita Cruz. Y entre las carpetas de 1938 había otras como ésta: “Sorozábal Mariezkurrena, Pablo - Sobre falsificación partitura de la obra El Manojo de Rosas”.



19.10.14

La fuga de Francisco Nicolás


Los primeros huidos de la Mafia tampoco encontraron abrazos. No hay deserción sencilla. Ni siquiera los que dejaban el fútbol en el colegio para jugar al ajedrez tuvieron consuelo hasta muchos años más tarde. La misma ausencia de compasión vista con el recientemente célebre Francisco Nicolás, de quien la juez trazó el mejor retrato mientras fingía hacer otra cosa: “Vaya por delante que esta Instructora no acierta a comprender cómo un joven de 20 años, con su mera palabrería puede acceder a las conferencias, lu­ga­res y actos a los que ac­cedió sin alertar desde el inicio de su con­ducta a nadie”, escribe en su auto, y deja así atrapado en un carboncillo judicial a buena parte del batallón conocido como clase política, del que aparentemente Francisco Nicolás planeaba escapar.

Dígase ya: no era más que un político profesional (esculpido con la precisión de un retrato robot) que se hacía pasar por estudiante de Cunef. Quizá con la esperanza de dejar atrás su vida real por otra en la que acudir a las copisterías a imprimir currículums en lugar de informes del CNI. Se ve que le estaba costando conseguir un título con el que adentrase en la acolchada rutina de las entrevistas de trabajo, pero se puede entender. Tardes ahogadas en la banalidad del palco del Bernabéu, gestiones para el Gobierno en un momento crítico (ofreció al abogado de Jordi Pujol una tregua a cambio de un dinero, para no levantar sospechas), abnegación por la corona (se sometió a tres horas de achicharrante espera para que los reyes pudieran fotografiarse con él el día de la coronación). Pero no se tolera el desprecio que se intuye en querer abandonar algo anhelado por otros. Un cargo del PP recordaba el otro día cuánto había deseado su sitio: al llegar a los actos lo encontraba siempre en primera fila, y él tenía que irse a la tercera. Intolerable. Le cortaron las alas con un clásico: “Andaba pidiendo comisiones”.

Un final a la altura de un tipo de raza. Igual que el dado a Pujol. Como tantas cosas, el destino de Francisco Nicolás también estaba ya escrito en El Padrino: “Justo cuando creía que estaba fuera, me vuelven a arrastrar dentro”.

15.10.14

President Vila-Matas

Mientras Artur Mas hablaba el martes con naturalidad de una consulta que lo era y no lo era al mismo tiempo, sospeché de Vila-Matas. Era inverosímil, sí, pero a medida que avanzaba no podía dejar de pensarlo. Mas, acorralado, había encontrado una escapatoria en un guion del escritor. Sus palabras estaban plagadas de indicios. “Ante un adversario así, no vamos a dar más pistas”. Ahí lo vi, claramente, embozado en una gabardina, desapareciendo al doblar una calle. “Si se quiere considerar un simulacro, por mí perfecto”. No había dudas. Pero no podía ser.

Ya por la noche encontré el artículo que escribía ese día Vila-Matas. En especial a este párrafo en el que se citaba a sí mismo: “Aunque apremiado, me sobró tiempo para decir que llevábamos siglos separando ficción y realidad con un biombo imaginario: ‘El biombo divide en dos espacios una habitación y nos ofrece la posibilidad de diferenciar las dos áreas. Pero la separación es artificial, puesto que oculta que, de hecho, hay un solo espacio’”.

Aunque no podía ser, no había dudas de la huella de Vila-Matas en la invención de la falsa consulta como salida. Aún menos si se sigue leyendo el artículo. Aquel párrafo lo había compuesto el escritor “convencido de estar sintetizando una brillante conferencia que recordaba haberle escuchado a Ottmar Ette en la universidad de San Gallen”.

Se puede rastrear el origen del invento de Mas en el propio artículo del novelista: “Ahora bien, cuando días después encontré en la Revista Iberoamericana la conferencia del profesor Ette, descubrí con sorpresa que allí no había nada sobre realidad y ficción. Nada”.

19.9.14

El membrillero real

Mientras se aguardaba lo de Escocia, en España los digitales se dieron ayer el lujo de lanzar el urgente de que un pintor había terminado un cuadro. No sólo eso: el cuadro no hace falta ni verlo. Con una hondura artística insólita, aquí el interés se encontraba contenido en el proceso, en los veinte años que Antonio López ha estado pintando a lo que entonces era la familia real: Juan Carlos I, su esposa y sus tres hijos. A ese viaje artístico aquí se le ha encontrado incluso sentido político. Su final como noticia de última hora -con todos sus elementos, desmentido posterior incluido- tiene cierto carácter de performance.

En este tiempo ha resultado inevitable recordar “El sol del membrillo”, la película de Víctor Erice estrenada en 1992 que muestra la lucha de Antonio López por pintar un membrillero de su jardín. Para el cuadro del urgente escogió un camino distinto, con un elemento diabólico en principio desapercibido. Al recibir el encargo en 1994, decidió elaborarlo a partir de una fotografía tomada por Chema Conesa dos años antes, el mismo 1992 de la película. Él, que siempre pinta del natural, entendió que a aquella familia no se la podía pintar del natural. Más que ver el cuadro, lo que se hace falta es otra película de Erice. En la primera, el pintor tenía herramientas para reaccionar a la tortura de perseguir lo inasible -el membrillo cambiante-. El cuadro, en realidad inexistente como tal, cambiaba al ritmo del árbol. La elaboración de la gigantesca obra de los veinte años contenía una trampa peor: mientras el modelo se derrumbaba a la vista de todos, Antonio López pintaba encadenado a una fotografía estancada en un momento de raro esplendor encapsulado, sin matrimonios, separaciones, juicios.

Durante el doloroso tránsito de lo inasible al manoseo, el pintor trabajaba en la disposición de las figuras, en el tratamiento de los vacíos. De ahí lo perturbador de que lo haya dado por terminado. Consumidos veinte años de espera, la realidad se queda ya sin la oportunidad de volver a alcanzar al cuadro. Se entiende el flash de última hora de los digitales. El arte da nota del fin de la Historia. Antonio López se ha cansado de esperar.

13.9.14

No ser calvo

Contra la calvicie también se ha probado la escritura. Lo ha hecho Alexis Ravelo, que escribió El viento y la sangre, e inventó luego a M. A. West para atribuírsela. Que el camino de Ravelo haya superado ampliamente en complicación al habitual de bajar a la farmacia o navegar un rato por internet, se debe, quizá, a que él intentaba escapar de algo más que de la alopecia: “Ha sido una máscara para demostrarme que no soy un escritor canario, español o calvo, sino, sencillamente, un artesano, un escribidor”.

Para no ser canario, español ni calvo, Ravelo decidió nacer en Cincinnati en 1927 y escribir en 1950 una novela pulp ambientada en un pueblito de Dakota del Sur. Y eso debe de ser el reverso de todo aquello de lo que huye, al menos, uno de los posibles reversos. En general, a los lectores españoles, que como Ravelo no han estado nunca en Dakota del Sur, les pareció que la novela podía haberla escrito perfectamente un tipo de Cincinnati del siglo pasado. Por poco que se sepa de ellos, uno espera ciertas cosas de los escritores pulp, del mismo modo que los escritores de perfiles esperan otras de, por ejemplo, Ana Patricia Botín. En 1999, dos periodistas de El País compusieron una pieza ahora especialmente célebre por haber desaparecido, en la que interrogaban sobre sus propias expectativas de Botín a un antiguo miembro del servicio: “¿Qué comen los ricos? ¿Era una casa de gustos exquisitos? ‘Para nada; la realidad es mucho más prosaica de lo que uno se puede imaginar. Comían macarrones, arroz, mucha verdura. Y les encantaban las sardinas, chicharros y bocartes, siempre que fueran de Santander’”. La combinación de macarrones y ricos debe de ser algo así como la de un canario calvo escribiendo novelas con un secuestro y una maleta hinchada de dólares. Sin un palacio y un tipo de Cincinnati, pasa uno de largo. Y Ravelo no quería eso.

En su búsqueda de cabellera, Ravelo quería que su texto “se explicara por sí solo”; aunque le colocó al lado a M. A. West, en lugar de inventar, pongamos, un vietnamita que narrara Dakota del Sur. Ahora que ha vuelto a ser calvo y español, lo prodigioso sería una novela costumbrista canaria firmada por ese M. A. West de Cincinnati. Con el jefe Bambridge en Las Palmas.

5.9.14

Volver del mal

Colombia y su número de ilusionismo de Estado. Fue el martes de la semana pasada. A las 21.03 se abrieron las puertas de la prisión de alta seguridad de Cómbita y salieron cuatro camionetas y un automóvil, que desfilaron ante medio centenar de periodistas. Esperaban a John Jairo Velásquez, Popeye, un tipo de 52 años que llevaba preso de los 29, cuando era el jefe de los sicarios de Pablo Escobar. Mientras los periodistas —y a través de ellos todo el país—, lo imaginaban en alguno de aquellos vehículos, un coche oscuro de cristales tintados y con las luces apagadas circulaba por un camino interior hacia el penal de El Barne, parte del mismo complejo. Unas dos horas después depositó a Popeye en la calle 170 de Bogotá, donde lo esperaba una camioneta.

Durante los 23 años que pasó en prisión, Popeye reconoció haber matado a unas 300 personas y haber ordenado el asesinato de otras 3.000. La semana pasada, después de cumplir tres quintas partes de su condena, un juez le concedió la libertad condicional. “Cuando salga, no pienso hacerle mal a nadie”, había anunciado hace unos meses en una entrevista en la revista Bocas, en la que también decía que los únicos enemigos que quedaban dispuestos a matarle eran los hermanos Ochoa. Ahí está contenido aquello capaz de convertir a un Estado en ilusionista. Colocar a Popeye fuera del alcance de los Ochoa. Y sacarlo también de la vida del resto.

Una de las condiciones de la libertad fue que aceptara vivir en el anonimato, lejos de sus conocidos. Desaparecer. El mecanismo de la puerta de la madre que cita Joan Didion en El año del pensamiento mágico. A su hijo de 19 años lo había matado una bomba en Kirkuk. “Vi al hombre vestido de verde y lo supe. Pero pensé que mientras no le dejara entrar no podría decírmelo. Y entonces nada de eso habría sucedido. Así que él seguía diciendo: ‘Señora, necesito entrar’. Y yo le decía: ‘Lo siento, pero no puede entrar’”. Mientras circule en el auto de cristales tintados, Popeye tampoco habrá regresado del todo.

14.7.14

Argentina campeona

Hubo anoche unos segundos en los que Higuaín se redimió. Fue poco después de que hubiera mandado fuera la pelota que iba a colocarlo como dueño de un Mundial. De nuevo cara a cara con Neuer, al borde del área pequeña esta vez, remató de primeras con la zurda un balón que le cayó de un pase de Lavezzi. Marcó y echó a correr. Él corría y varios cientos de millones de personas aguardaban con cruel curiosidad a que se le acabara el impulso, por ver la cara que se le quedaba al ver el banderín del juez de línea. También yo, claro. Incluso me sonreí.

Se me pasó enseguida. Aunque aún era temprano, ni media hora de juego, el tipo, que aún no se había detenido, era entonces campeón del Mundo. Como lo fue cuatro años antes en Sudáfrica Robben, cuando vio el pase con el que Sneijder lo colocó a solas con Casillas. Desde entonces hasta que la pelota se desentendió de la portería después de tocar el tacón del portero. No es que estuviera a punto de ser campeón del Mundo. No: durante esos seis segundos lo fue. Como Higuaín anoche. Así que cuando se me fue la sonrisa por lo del banderín del fuera de juego, pensé: corre, Higuaín, corre; mientras no te pares el Mundial es tuyo. Mi cara es la que tenían que haber visto cuando se detuvo.

8.7.14

El balón de Di Stéfano

"Un día fuimos al cine a ver una película del Oeste, y en la entrada daban números para la rifa de un balón de fútbol; todavía recuerdo que me tocó el 14... Llegó el entreacto y se procedió al sorteo. Una niña pequeña sacaba las bolas y ¡salió el 14! Como puedes imaginar estaba loco, apenas si me fijé en el resto de la película. A la salida me dijeron que volviese por el balón tres días después; así lo hice, y cuál no sería mi asombro al percatarme de que, en lugar de la prometida pelota de fútbol, me daban una de rugby. Llorando de rabia acudí a contárselo a mis amigos. Como éramos muy pequeños no sabíamos qué hacer, pero al enterarse los mayores decidieron intervenir. En Buenos Aires —comentaba Di Stéfano—, los grandes ayudan y protegen constantemente a los más chicos; a los pocos minutos un nutrido grupo de todas las edades nos reuníamos a la entrada del cine...; salió el gerente, y mis protectores le amenazaron con apedrear e incluso incendiar el local si no cumplía lo prometido. Se asustó y me rogó volviera al día siguiente, jurando por sus muertos que me daría el balón. Volví de nuevo y me lo dio, y regresamos en triunfo jugando...".

(Di Stéfano cuenta su vida, Rafael Lorente, 1954)

4.7.14

Espejismos mundiales

Quizá el jugador que vaya a terminar más desconcertado el Mundial es el argentino Ricardo Álvarez, que no consiguió que los nigerianos le dieran una sola patada en la casi media hora que pasó en el campo. Para cuando entró en el minuto 63, Messi tenía las piernas como si las hubiera puesto a disposición de una colonia de mosquitos una tarde de verano a la orilla del mar. Argentina ganaba 2-3 y Sabella lo sacó del campo para que no le pegaran más. Para que pegaran a otro. Pero el sacrificio de un falso Messi al apetito nigeriano lo único que consiguió es adormecer el partido hasta que los jugadores se fueron, quizá sin necesidad de que el árbitro pitara el final.

Esa tarde Álvarez, que sabe de siempre que no es Messi, se fue al hotel con la certeza de que ni siquiera se le parecía un poquito. Y sin embargo, había resultado fundamental para que Messi siguiera siendo Messi. Al estar tan lejos él de serlo.

Los Mundiales mantienen relaciones paradójicas con los espejismos. De Italia 90, que debió ser de Maradona o Baggio, quedaron, sin embargo, los ojos de Totò Schillaci, un siciliano que había debutado unos meses antes en la Serie A, con 25 años, y que fue máximo goleador del torneo. Supimos tan poco de él después de aquello, que no queda sino dudar de su propia existencia: si aquellos ojos enloquecidos se le salían por los goles o después de haber corrido en pelotas delante de la policía.

Pero Schillaci, como Álvarez, sucedió en un Mundial. Como la falsa caída de Thomas Müller que era una falta ensayada contra Argelia. Un ardid para el momento más decisivo de un partido de octavos que debían haber resuelto mucho antes: minuto 88, 0-0. Müller finge caerse mientras corre hacia la pelota detenida. Inesperadamente, los argelinos ni se inmutan. De nuevo la duda ante el espejismo: imposible saber si, de tan absurdo, detectan el truco al instante o si ni siquiera lo ven caerse. De tan absurdo, en la televisión dicen que quizá ha sido una caída real.

Así se construye esa textura de sueño fugaz que tienen los Mundiales. Pasan enseguida y se queda uno pensando si todo aquello sucedió. Y durante cuatro años (que están a punto de empezar) es lo que hay: la falsa caída de Müller, Casillas con la Copa, la mirada caníbal de Schillaci, el desbordante llanto de Neymar con el himno, Álvarez corriendo hacia el campamento de los mosquitos en busca de una patada.

23.6.14

Una misión para Cesc

Desde el partido de Chile, he pensado mucho menos en el Mundial, pero si cierro los ojos, aún se me aparece, como un fogonazo brevísimo, una imagen de aquella retransmisión. Se trata de una mujer, con bandas rojas y amarillas pintadas en los carrillos y en el sombrero, que se descubre en las pantallas gigantes de Maracaná. Por entonces, España ya perdía 2-0. Es sólo un segundo, pero ella sonríe y se gira para avisar a su acompañante. A él apenas se le adivina otra sonrisa, porque mientras se vuelve, el realizador regresa a la desolación que corre por la hierba. Ellos, supongo, se habrán quedado aún un rato con la sonrisa, dudando si él también habrá aparecido en televisión, enviando mensajes a España preguntando si los han visto. Desde aquí lo normal es que los hayan mandado a la mierda.

Aquí España estaba confirmándose como la peor selección del Mundial, mientras ellos, en el estadio se interesaban por si en casa se veía lo mismo que en las pantallas gigantes. Esa sonrisa desubicada. Como si en el Maracaná que ellos habitaban el hundimiento no estuviera sucediendo. Algo como de los últimos capítulos de Lost, que es el regusto que me está dejando el Mundial en el que España ha quedado eliminada antes de empezar a jugar. Y en el que queda el partido de hoy contra Australia (precisamente una isla), cuando los jugadores ya han abandonado Brasil.

Mientras pensaba todo esto, y se me aparecía de cuando en cuando la sonrisa de aquella mujer (con la intermitencia de los coches que uno se cruza en la autopista de madrugada), sucedió lo de Cesc. En uno de los últimos entrenamientos antes del partido de hoy, formaba en el grupo de los que apuntaban a titulares con señales evidentes de no querer estar allí. A Del Bosque le enfadó su desidia y lo cambió de bando, para lo que tenía entregar su peto a Xabi Alonso. Pero cuando éste ya lo tenía agarrado, sucedió algo inquietante: Cesc se negaba a soltarlo, pese a que aquello le evitaba tener que jugar el partido y lo colocaba, de hecho, fuera de Brasil, a salvo de una ración de sufrimiento estéril.

Sin embargo, Cesc se negaba a abandonar la isla. Precisamente Cesc, que, siguiendo con Lost, es una especie de ancla que mantiene la continuidad de la línea temporal de la selección. Si mira uno hacia atrás, lo ve en todas las fotografías importantes: el penalti decisivo en dos tandas de desempate, el pase a Iniesta para el gol de la final de Sudáfrica. De modo que de repente el partido contra Australia me parece de los más importantes de la historia. En particular, que lo juegue Cesc. Lo contrario tendría seguramente efectos catastróficos. La desaparición del ancla, a la que él se resistía aferrándose al peto contra toda lógica, nos dejaría varados indefinidamente en esta angustia, incapaces de encontrar el camino a Rusia para disputar el próximo Mundial. Viendo en cada parpadeo la sonrisa de aquella mujer con la bandera de España. La destilación del mal: ahora ya puede decirse.

16.6.14

El gol


Al estribillo del estilo innegociable lo ha sustituido estos días en la concentración de España la obsesión por el gol. Por muchos goles. Y mientras sucedía ese cambio sobre un carrusel interminable de imágenes de Fernando me he topado con este fragmento de Juan Tallón en su “Manual de fútbol”:
Hemos visto las mejores mentes destruidas por el gol. (...) Nadie sabe de verdad cuál es el valor de un gol hasta que empieza a escasear, como si fuese agua seca. En cierto sentido, el gol es un individuo harto de todo, que siente la necesidad, periódicamente, de encerrarse en el baño y perder la llave. No hay pautas. Las cosas pasan y dejan de pasar sin una razón definida. No quiero decir que no la haya. A lo peor tenía razón Lukas Podolski, que en un alarde de alegre ignorancia, manifestó que “el fútbol es como el ajedrez, pero sin dados".
Y también, aún con Torres en mente, y por lo que pueda pasar el miércoles, recordé esto otro que escribí el día que, casi sin querer, rompió una asombrosa sequía de más de 1.500 minutos:
Después del leve fallo con el que rompió el encantamiento, Torres no sale corriendo en un estallido de liberación. Se queda tranquilamente a recoger la pelota, con media sonrisa, mientras se acercan sus compañeros a abrazarlo, uno a uno, como por turnos. El besamanos parecía exactamente lo que era: un partido homenaje a una gloria recién archivada en las hemerotecas.
(en la foto, de Reuters, Torres esquivando el gol contra Holanda)

15.6.14

Jaque al descubierto

Ahora empiezo a dudar si no tendrá Del Bosque algo de Pirlo. Pero eso es ahora. Antes, justo después del 1-5, subí al coche y me fui a casa escuchando los ecos del hundimiento en la radio. Cené también con la radio de fondo y luego busqué en la televisión los goles. Me recordé a mí mismo una madrugada del verano de 2002, sentado un rato largo en el coche, a la puerta de la casa de un amigo con quien había visto el España-Corea del Sur, aquel partidazo de Al Ghandour. Con la radio encendida. Como bálsamo: el relato como calmante.

Después del 1-5, Del Bosque cumplió con las tareas que le tenía previstas la FIFA, viajó de Salvador de Bahía a Curitiba y al llegar, casi de madrugada, vio de nuevo el 1-5. Luego se puso el otro partido del grupo, el Chile-Australia, y se quedó dormido.

Para cuando supe ayer de ese adormecimiento, ya había pasado casi un día completo sumergido en disonancias extrañas. El Marca les ponía incluso aroma: la portada del luto traía adosada una muestra de la colonia Invictus, de Paco Rabanne. Habíamos preparado el mundo para otra cosa, y el contraste del hundimiento con un país empapelado con publicidades de jugadores victoriosos resultaba entre brutal y desconcertante. Un amigo me contó que un buen grupo de vecinos oyó a su hijo de cinco años decir: “Lo que me ilusiona del partido de ayer es que Casillas hizo un paradón buenísimo”.

Recordaba todo esto (el 1-5, Del Bosque adormecido, el paradón de Casillas) ayer a medianoche mientras veía tumbado el Inglaterra-Italia. Al repasarlo, me iba enfadando un poco con Del Bosque. Cómo podía haberse quedado dormido mientras jugaban los dos próximos rivales. Con todos nosotros aquí flotando en el disparate de un decorado equivocado. No están las cosas para que él, precisamente él, se quede traspuesto mirando el fútbol.

Entonces Pirlo corrió hacia un balón y lo dejó pasar por debajo como si el partido no fuera con él. Con la pelota perdiéndose a su espalda, él siguió hacia el compañero que le había dado el pase, quizá para regañarle por haberle estropeado con una mala postura la obra de arte que estaba pintando en Manaos. Mientras los ingleses tomaban nota, el balón llegó a Marchisio, que marcó el primero. Jaque al descubierto de Pirlo. Un pase de gol haciéndose el dormido.